Estoy en un curso y pido a los alumnos que se vayan levantando uno a uno para contarnos quiénes son. Nueve de cada diez comienzan a hablar antes de llegar a la zona de exposición. Conforme se van levantando de la silla, comienzan a emitir los primeros sonidos: “hola buenas tardes, me llamo…”. Y así continúan hasta que llegan a situarse en el punto en el que se supone que deberían haber estado colocados para comenzar a hablar. No importa las veces que lo diga o lo indique: la historia se repite una y otra vez… ¿Por qué? Porque tenemos miedo al silencio.

MOMENTO JOHN WAYNNE

El primer silencio que teme el orador, es aquel se produce unos segundos antes de comenzar a hablar. Cuando se supone que deberíamos llegar cómodamente al escenario (o cualquier otro espacio), intercambiar una sonrisa con nuestros interlocutores, tomar aire pausadamente y comenzar a hablar. Y digo “se supone” porque, para la inmensa mayoría, no es así en absoluto.

Para la mayoría, estoRaquel Aullón se convierte en lo que yo llamo, el momento John Wayne. Ese momento en el que, como en las viejas películas del oeste, el orador se siente como un pistolero a punto de batirse en duelo: frente a su adversario, en silencio, mirándose intensamente, con todo su cuerpo en alerta y la mano preparada para sacar el revólver. La tensión es tanta, que la mayoría de personas creen que salvarán el momento si empiezan a hablar cuanto antes. Si no hay silencio, la exposición resulta menor. Y en cierto modo, es verdad. Se requiere aplomo y seguridad para plantarse delante del público y simplemente mirarlos, establecer una conexión visual de unos pocos segundos, antes de comenzar a hablar.

 

CUANTO MÁS RÁPIDO HABLE, ANTES TERMINO

Metido en faena, piensan la mayoría, lo mejor es terminar cuanto antes. Soltar toda la parrafada lo más rápido posible para pasar el mal trago y poder volver a recuperar el control. El orador se ve envuelto, entonces, en un bucle de palabras, que escupe sin más, de forma agotadora.

Y claro, en este sprint por llegar a meta, no hay, tampoco, lugar para el silencio. ¿Y si me paro y se me olvida lo que venía después? ¿y si me paro y me preguntan algo? Y si me paro… ¿qué hago mientras?

Y, por supuesto, con la última palabra, vendrá la estampida. Nada de quedarse expuesto, mirando al auditorio, para ver cómo ha ido la cosa y recibir feedback. No. Yo me vuelvo corriendo a mi silla, y desde allí, ya se verá.

Las dudas, los miedos, son tantos, que pasamos por alto cualquier ventaja discursiva que el silencio pueda ofrecernos (hablaremos en otra ocasión de los miedos y del hecho de no disfrutar mientras hablamos en público).

EL SILENCIO, UN PODEROSO ALIADO DE LA ORATORIA

Ser capaces de manejar el silencio en nuestras intervenciones es un elemento clave para transmitir seguridad y despertar la atención y el interés de nuestra audiencia. El simple hecho de llegar hasta el atril, la cabecera de la mesa de reuniones o el escenario, y dedicar dos segundos (tampoco se trata de dormirnos de pie) a conectar visualmente con el público, transmite seguridad y confianza. Habla de calma, de control de la situación. Nos ayudará, además, a no retroalimentar los nervios que podamos tener. Esos dos segundos de silencio nos sirven para mirar y ver que no tenemos leones enfrente (¡no es la guerra!), para respirar pausadamente y recuperar nuestro ritmo cardiaco normal, y para empezar a hablar con serenidad.

Durante nuestra exposición, el silencio se convertirá, además, en una potente arma no verbal. Un silencio a tiempo, puede servirnos para recuperar la atención de una audiencia que se dispersa. Antes de un concepto importante, el silencio avisa a nuestros interlocutores de que deben prestar atención porque lo que viene será interesante. Después de una idea de alto impacto, el silencio servirá para que los oyentes fijen ese concepto mucho mejor. Durante una historia, el silencio puede ser un fantástico elemento dramático, que nos ayude a generar expectación entre nuestra audiencia.

Pero… ¿no es posible entonces que un silencio transmita algo negativo? ¡Por supuesto que sí! El silencio está cargado de significado, siempre, y de nosotros depende cuál sea ese significado. No es lo mismo guardar un par de segundos de silencio porque queramos generar intriga (y mientras, nuestros gestos faciales – mirada, sonrisa…- están hablando en consonancia con ello) que quedarnos dos minutos en silencio porque nos hemos quedado en blanco (con nuestro cuerpo haciendo lo propio).

Si los silencios son una herramienta comunicativa habrá, al igual que las demás, que saber utilizarlos. Para ello el primer paso es ser conscientes de que son un recurso.

En nuestra vida cotidiana, cuando nos encontramos en entornos que consideramos cómodos y seguros, utilizamos los silencios constantemente… Ese abrazo silencioso que damos a un amigo o a un ser querido; esa mirada callada que lanzamos a alguien que nos gusta… ¿Por qué habría de cambiar esto cuando hablamos en público?

Un silencio vale más que mil palabras, recuérdalo la próxima vez que tengas que hablar en público, y utilízalo a tu favor.